De Eduardo, los problemas con su madre y las bacanales en Campana
- Joel Vallomy
- hace 1 día
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Un grupo de amigos se junta regularmente en la casa de fin de semana del cabecilla: la premisa es comer hasta el hartazgo. Es más, uno de los comensales a punto de morir por los excesos se opone a terminar con las bacanales. La barra de amigos tiene pasión por los banquetes brutales, y cuando fallece algún partícipe colateral del grupo, en el velatorio mismo, indagan sin pudor sobre las recetas secretas del difunto. Ya lo sé, parece el argumento de alguna película clase B, propia de Cine Zeta del extinto I-Sat. Pero no: estamos hablando de los festines pantagruélicos de Eduardo Costa en el caserón de Campana.

Eduardo fue un jugador político importantísimo de su tiempo: Diputado, Ministro de varias carteras a nivel nacional, Interventor Federal en algunas ocasiones, Procurador general de la Nación y empresario. Hábil empresario.
Entre sus negocios figuró la estancia ubicada en el actual partido de Campana, donde en yunta con su hermano Luis loteó un sector del campo de su propiedad donde emergería una ciudad, la nuestra. Previo, por supuesto, fomentaron políticamente la autorización de la construcción de la línea férrea que daría nacimiento al complejo ferro-portuario y valor a las tierras.
Bien, eso no significa que el actual partido de Campana fuera un espacio vacío de población: la zona de Río Luján en mayor medida y otras más cercanas al actual pueblo desde hacía siglos contaba con población establecida y numerosos emprendimientos rurales. En suma, sería de necios negar la importancia de los Costa en la región, como también lo es negar la existencia de una población previa. Este asunto poco importa a la nota, pero siempre es bueno recordar cómo era la estructura de la zona, al menos brevemente.
Tampoco esperen que yo haga hoy un sesudo análisis de la vida de Eduardo: esto es una mera nota de color: los que ya saben de Eduardo Toribio Costa se aburrirían y los que no, bueno, ya han sido brevemente puestos en tema. En todo caso lo que sigue es puro chusmerío del que no se ha ocupado ni Trujillo, ni Serrano, ni Paredes, ni Ángel García, ni Fumiere, así que si quieren leer la parte académica, a ellos los remito.
Los hermanos Costa no era que la pasaron juntos mascando tallos de macachines por los campos de la estancia previo a la llegada del ferrocarril, ni que con el pueblo en formación se pasearan a diario por sus calles. Luis, primer intendente de la ciudad, tenía una presencia mucho más marcada, sobre todo durante el periodo previo al loteo y en tiempos primeros de la creación de partido de Campana. Pero Eduardo, por sus numerosas ocupaciones, solo venía esporádicamente y como adelantamos, al menos durante una etapa, "de reventón" con amigos.

Eduardo tenía residencia fija en la Capital Federal. Era un solterón empedernido. Había cursado sus estudios con los jesuitas, pero siempre andaba leyendo a Voltaire. Y ya se sabe que la gente que gusta de Voltaire quizá tiene alguna simpatía por Dios, pero no demasiada por la iglesia: de hecho, Eduardo fue el ideólogo de los los registros Civiles, sacando de la orbita de la iglesia el registro de los nacimientos y las defunciones, buscando separar las instituciones. En definitiva, Voltaire decía "Rien n'est si certain que la mort, rien de si incertain que l'heure" ("Nada es tan cierto como la muerte, nada tan incierto como su hora"). Presumiblemente por su influencia, Eduardo pensaba que había que vivir fuerte.
Su madre, Florentina Ituarte, desde que había comenzado a envejecer se había recluido en la quinta familiar de San Isidro, y según el escritor y militar Santiago Calzadilla (que también será parte de las bacanales) con la idea de no mostrar la merma de su belleza, ya que al parecer en su juventud había sido una de las mujeres más hermosas de Buenos Aires.
Florentina le seguía firme el paso a Eduardo: el suicidio del hermano mayor de los Costa y la muerte de su padre, Braulio, lo habían puesto, por su azaroso nuevo rol de primogénito y por su eterna soltería, en una situación de conducción familiar que quizás no deseara del todo.
Florentina le escribía diariamente desde la quinta, y con la misma regularidad Eduardo respondía, tal como Seymour Skinner le respondería a su madre. Los fines de semana, salvo en el periodo que le tocó ser exiliado en Brasil por bancar a Mitre en la revolución del 74, o durante algunas funciones como Interventor en el interior del país, se trasladaba a la Quinta de San Isidro desde los sábados por la mañana hasta los lunes.
En esa mansión, heredada por la familia de Florentina, Eduardo había montado 8 invernaderos: 7 para flores y uno para ananás y frutos tropicales. De Europa llegaban distintas plantas y frutales exóticos. Se cuenta que llegó a poseer más de 70 variedades de rosales.
El parque de San Isidro, (es decir el actual Museo Quinta Pueyrredón) al parecer era de los más bellos del país. Pero no crea usted lector que los fines de semana eran solo como los viernes de siluetas de Seymour: ''Edu'' proveía a la casa no solo del trabajo que llevaba para terminar, sino de exquisiteces importadas y Champaña de Burdeos, y se daba el gusto de invitar a sus amigos, la crema y nata de la sociedad argentina. Cuenta una nota de Mundo Argentino, probablemente por un testigo directo de seudónimo Viator que había en la casona de San Isidro, que “magníficos muebles de caoba, con almohadones de damasco amarillo; la cristalería inglesa, tallada: la platería y la vajilla de porcelana de Sévres, decorada con los retratos de Napoleón I, de las emperatrices Josefina y María Luisa, de los mariscales del Imperio, y las fuentes con las batallas napoleónicas, todo había sido enviado desde, Europa por Rivadavia pedido de su amigo don Braulio (padre de Luis y de Eduardo)”.

Sigue Viato, contando sobre las reuniones de amigos en la quinta de San Isidro, que después de "visitar los invernáculos y canteros de flores, hacia las tres de la tarde se servía el lunch en el amplio comedor estilo Imperio, como el de la sala, mientras la dueña de casa permanecía en sus habitaciones. Dos platos fríos y uno caliente, bebidas heladas, golosinas y frutas exquisitas".
Aquí dejo a Viator y vuelvo a mí. Probablemente, Florentina no estuviera muy cómoda con las intrusiones de las amistades: recordemos que se había recluido en la Quinta al comenzar a envejecer. De hecho, gustaba nadar en el río, pero lo hacia antes del amanecer para no ser vista. Se sabe que destruyó hasta sus imágenes de la juventud. Incluso las dos fotos de su vejez, ya cerca de su muerte, se sacaron medio arteramente, sin su consentimiento.
Entonces, sería plausible imaginar a Florentina desde el fondo de algún pasillo llamando a Eduardito con algún chistido y diciéndole “hasta qué hora se van a quedar tus amigos?". O mejor aún: Florentina, golpeando alguna pared con la punta de un palo de escoba, buscando transmitir a Eduardo la incomodidad de las eternas visitas.
Imaginemos esto: estas reuniones eran previas a la finalización del Ferrocarril Buenos Aires a Campana, estaríamos en los primeros años de la década de 1870, con un Eduardito de 50 algo de pirulos y una Florentina en sus 70 y monedas. Eduardo, con la mirada de su madre a cuestas, no podría dar rienda suelta a sus instintos atávicos y comportarse como un marrano junto a sus amigos (que es lo que básicamente hacemos los varones). Admitámoslo, todos tenemos distintas personalidades según nuestro rol en determinado momento, nadie es igual con la novia, los hijos, la madre o los amigos... probablemente Edu necesitara un espacio propio para el descontrol y quizás la casa de Buenos Aires estaba demasiado expuesta.

Para 1876 se inaugura el ferrocarril que unió Campana con Buenos Aires. Hasta ese momento, tal como vimos, las visitas de Eduardo a la estancia eran más que escasas: un funcionario de alto rango nacional no podía permitirse tomar un barco a vapor que tardaba unas cuantas horas hasta llegar aquí y permanecer incomunicado mucho tiempo. Volviendo a Viator, aquí llegaban los "vapores de la carrera a Santa Fe: "Diana", "Luján", "Estrella", "Meteoro", "Proveedor" y "Capitán" que "sólo se detenían frente a la estancia para recoger a los pocos pasajeros, cuando se hacían señales: una bandera roja, de día, y un farol del mismo color, de noche." De yapa, Eduardo no tenía las mejores experiencias con esos vapores ya que en cierta ocasión una canoa que utilizaban para descender y llegar a la costa "volcó, salvándose los hermanos Eduardo y Luis Costa, por ser ambos buenos nadadores".
En suma, la llegada del tren a la zona abrió nuevas posibilidades para Eduardo, pues ahora podía llegar a la estancia en 3 horas, y estar conectado por vía postal con la capital con poquísima demora. Y, encima, gratis, porque como "pago" por la cesión de terrenos extra para el ferrocarril le habían dado un pase gratis en el tren (como si la valorización de los terrenos por la construcción de la línea no hubiese sido suficiente).
Entonces… ahora sí llegaba el momento de las bacanales. Eduardo comenzó a viajar periódicamente a Campana en 1876, no semanalmente claro, pero sí organizando con cierta regularidad “escapadas” con su círculo de amigos más cercanos, todo excelentes gastrónomos: el general Emilio Mitre, Manuel Tobal, Santiago Calzadilla, Manuel Dolz (padre), Mauricio Penano, José Antonio Ocantos, Adriano Rossi y algunos más que el cronista dice no recordar. Dice Viator que “los invitados, libres de las obligaciones de la ciudad, consagraban su tiempo a dormir largas siestas, bañarse en el río, y, sobre todo, a comer bien, luciendo cada cual sus habilidades culinarias”.
Finalmente, Eduardo estaba estrenando su “cueva de hombre”. Los excesos empezaban a dar paso: eran famosos los “pavos al asador que el general don Emilio Mitre preparaba al aire libre, vestido con el uniforme de su grado y cubierta la cabeza con un chambergo de anchas alas, ante los paisanos asombrados; pero el general no se preocupaba del público, y seguía "con amore" la tarea de dorar sus pavos, regándolos lentamente con finísimo aceite francés." Imaginen a los vecinos: el propio hijo de Bartolome Mitre payaseando de uniforme militar en barranca que todos llamamos "de los Costa".

Antes de avanzar me detengo en un detalle: no queda claro expresamente cuál de las residencias de Campana usaba Eduardo en aquellos años, si la que popularmente conocida como "Casa de los Costa", que por esos años no contaba con la planta alta que observamos hasta su derrumbe, o si ya para época esa casa estaba ocupada por los arrendatarios de los campos y Eduardo usaba una construcción vecina de grandes proporciones que se levantaba en la cuadra donde hoy está la aduana. Como sea, el parque era el mismo. Por el período, me inclino hacia la opción de la que todos conocemos como la "Casa de los Costa", al menos los primeros años de las juntadas.
Saliendo de ese pequeño divague, debo decir que la pesca en aquellos años era abundante, ya que nuestros protagonistas sacaban “grandes pejerreyes, pacúes, dorados y sabrosas bogas que los invitados pescaban a la sombra de la barranca próxima".
Viator remarca que las comilonas eran opíparas. Sacando la receta de los pavos de Emilio Mitre, nos cuenta el cronista-testigo que "todos los platos eran exclusivamente criollos: corderitos al asador, pastel de choclo, humita, locro, mazamorra, chorizos y empanadas, haciendo verdaderos concursos de estas últimas, para determinar cuáles eran mejores: si las porteñas, las tucumanas, las mendocinas, las cordobesas, las salteñas o las santafecinas". El chiste era comer a lo bruto.
En ese marco de los concursos de empanadas incluso se generaban conflictos internos. En uno los certámenes, José Antonio Ocantos hizo traer unas supuestas empanadas insuperables desde Buenos Aires, sin revelar su origen. Y la cosa se puso áspera cuando Tobal espetó con desdén, luego de probar una, "¿No te decía, Eduardo, que no podríamos esperar nada bueno de Ocantos? Estas empanadas son las de la negra Florentina!... ¡No valen nada!" (la negra Florentina seria probablemente una criada de Ocantos).
Este mismo Tobal estaba obsesionado con la comida: al fallecer la esposa de Calzadilla, la señora Elvira Lavalleja, quien enviaba empanadas de pejerreyes preparadas con una receta especial para el grupo, no se pudo contener ni en el propio velatorio. Cuenta el cronista que repentinamente interrumpió su rezo del rosario y le pregunto a Luis Costa, quien a veces se juntaba con los amigos de su hermano, si "¿No sabes si Elvira dejó la receta de sus pejerreyes?". Luis Costa, sorprendido le dijo que creía que no y Tobal respondió "Ya lo suponía, la finadita siempre fue muy egoísta... ¡Dios la tenga en su gloria!..."
Pero como Dios castiga y no con rebenque, Tobal casi "la queda" en Campana: después de una comida copiosa se fue a rezar el rosario previo a dormir una siesta en un corredor de la mansión. Al parecer, era bastante glotón, pero religioso. Decía que no gustaba de leer, pero sí de dedicar algunas horas a rezar para la "la salvación de su alma pecadora". La cuestión es que los amigos lo observaron desvanecerse. Rápidamente, empezaron a realizar los cuidados que imaginaron pertinentes, y comentaban entre ellos que debían comenzar a corregir un poco sus conductas alimenticias e incluso "suprimir algunos platos"... desesperado, Tobal reaccionó y espetó: "¡Nol, ¡no!, mientras yo venga a esta casa, no se suprima nada Eduardo, caiga el que caiga. Si hemos de morir, moriremos en el campo de batalla".
El tiempo fue pasando, la salud de los participantes fue mermando, y se empezaron ya a notar huecos en el grupo. Las visitas a Campana ya tomaron un carácter más normal, dejando de lado los banquetes exagerados.
Nuestro solterón Eduardo no se casó jamás. Se dice que el gran amor de su vida lo rechazó y que por eso decidió mantenerse soltero. Pero, tal como relata Ángel García y cuenta Óscar Trujillo, eso no le impidió tener una hija.
Yo no sé si será verdad lo de la pena de amor, pero le da un el toque a la historia.
Al empeorar su salud le recomendaron una dieta láctea. Por toda respuesta dijo "Prefiero morirme antes que alimentarme como un niño de teta".
Pero más allá de un deterioro normal, la enfermedad que lo llevo a su tumba fue bastante fulminante, aunque nunca quedó claro si fue un tumor virulento u otra patología.

En sus últimos días Manuel Dolz, su ahijado, le pregunto como estaba y le contestó "Aguardando lo inevitable, de la vida ya nada me importa, y la muerte aún no ha empezado a interesarme". Clemente, su criado, estuvo cerca de Eduardo hasta el final, y a él le dejo algunas propiedades en Campana.
Florentina, su madre, hizo una excepcional salida de la Quinta de San Isidro (la primera en décadas) para cuidar los 3 días finales de su vida. Eduardo se murió el 13 de Julio de 1897 en sus brazos.
Otra versión dice que Florentina efectivamente fue a ver a su hijo Eduardo antes de morir, pero al enterarse de que estaba la hija de Eduardo en la casa, se retiró sin verlo. Creo que esta última cuadra más con el paralelo de Skinner. Elijan cuál creer.
Florentina falleció recién en 1905, a los 104 de edad, solita, en su quinta de San Isidro.
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