Memorias de un joven viejo (Por Armando Borgeaud) #NuncaMás
A 43 años del golpe institucional que dio inicio al capítulo más oscuro y sangriento de nuestra historia como país, y con el objetivo de aportar a la construcción y reconstrucción de la Memoria, Código Plural contactó a distintas personas que, por distintas razones, son portadoras de voces que merecen ser oídas, en especial en esta fecha tan sensible. Armando Borgeaud es escritor y un apasionado de la radio, y vivió el más descarnado Terrorismo de Estado siendo un joven. Un relato en primera persona de las sensaciones que dejo aquel 24 de marzo del 76 en un estudiante zarateño.
Se cumplen hoy 43 años del golpe de Estado que dio inicio al Proceso de Reorganización Nacional, el capítulo más oscuro y sangriento de nuestra historia como país. Una junta militar integrada por los comandantes de las tres Fuerzas Armadas Argentinas, con participación clave y necesaria de sectores empresarios y civiles, tomó el poder por la fuerza como parte del famoso Plan Condor, que buscó instalar en la región regímenes neoliberales.
Tras el retorno de la democracia en 1983, y con un dramático saldo de 30.000 desaparecidos, y la devastación económica y productiva del país, Argentina lucha para que el grito de #NuncaMás sea ensordecedor. Para que la Memoria, la Verdad y la Justicia prevalezcan. Porque, por más esfuerzos que hagan por ocultar o tergiversar la historia los grupos de poder, los medios masivos, y los grandes sectores empresarios que aun no han pagado por sus crímenes, fue un genocidio. Porque fueron 30000.
Con el objetivo de aportar a la construcción y reconstrucción de la Memoria, Código Plural contactó a distintas personas que, por distintas razones, son portadoras de voces que merecen ser oídas, en especial en esta fecha tan sensible.
Una de ellas es Armando Borgeaud, escritor y apasionado de la radio, y quien vivió el más descarnado Terrorismo de Estado siendo un joven. Te invitamos a leer un relato en primera persona de las sensaciones que dejo aquel 24 de marzo del 76 en un estudiante zarateño.
Testimonio a cuarenta y tres años del 24 de marzo de 1976
Por Armando Borgeaud
Por aquellos días de marzo del 76
Tenía diecinueve años y vivía como desde que nací, en Zárate. Trabajaba como técnico mecánico en la metalúrgica José Callegari e hijos, en aquellos años se armaban allí una parte de los tableros del puente Zárate Brazo Largo en plena construcción y unos formidables vagones frigoríficos para exportar a Cuba, dicen las malas lenguas que nunca se cobraron, luego del reinicio de las relaciones entre los dos países merced a la iniciativa de Perón y su ministro Gelbard. Entraba a las seis de la mañana, cruzaba en bicicleta el casco céntrico de la ciudad de calles mucho más pobremente iluminadas que hoy en día y regresaba a las dos de la tarde derecho a almorzar y a dormir un rato para llegar despierto hasta la última clase en la UTN, Delegación Delta de la regional Pacheco, con sedes en Zárate y Campana, donde cursaba el segundo año de la carrera de ingeniería mecánica. El timbre de inicio en la Escuela 7, por algunos años la universidad funcionó en su edificio cercano a la estación de trenes durante la noche, sonaba a las dieciocho treinta, dieciocho y veinte en realidad, en tanto que las últimas aulas se vaciaban entre las veintidós treinta o veintitrés quince hacia la misma desolación de plátanos pintados con tinta china de la madrugada y calles desiertas. Y de nuevo pedalear enfundado en la campera, el cigarrillo pegado a los labios, hasta la cena recalentada y el zambullirse a la cama hasta que el despertador, aún hoy puedo oír esos inigualables repiqueteos metálicos de la vieja máquina heredada de mi abuelo, volvía a poner en marcha la rueda sin fin de las interminables obligaciones diarias.
Por aquellos días de marzo del 76
Había dejado de lado hace rato la esperanza de estudiar Historia en Buenos Aires en la facultad de Filosofía y Letras, aunque lo intentaría sin éxito tres años después luego de aprobar el examen de ingreso, maniatado por el miedo a morirme de hambre abandonando una carrera técnica. Por entonces no existía en nuestra zona más oferta educativa terciaria o universitaria que la UTN y la UNLU, esta última cerrada por el gobierno militar a fines de los setenta y reabierta por el gobierno de Alfonsín, y deberían pasar algunos años para que ese panorama comenzara a cambiar paulatinamente. Pero estudiar y trabajar no impedía, no impediría hasta el presente, leer desordenadamente a los autores gracias a los cuales pude mantener a raya esa espantosa soledad que reflejaban los gráficos de producción o rendimientos energéticos durante el día y ecuaciones diferenciales o integrales triples por la noche, mientras afuera la nube angustiante de la violencia y los aumentos de precios incontrolados nos envejecía por horas. Pude mantener a raya la idea del suicidio, para ser más exactos. Ese universo de autores disímiles y no tanto: Arlt, Borges, Dostoyesvski, que también era técnico mecánico, Cortazar, Castillo, Neruda, Camus, Flaubert, Sábato, Marechal, el joven Saer, Tizón, apenas los primeros que van surgiendo mientras escribo, de una lista interminable que la colección del Centro Editor de América Latina distribuía en los quioscos cada semana y que continuaron luego del golpe aunque con la obvia censura de escritores y obras clave. Pero especialmente la música de Astor Piazzolla, descubierta apenas unos años atrás gracias a mi amigo Osvaldo Croce, Litto Nebbia, el dúo Salteño, Susana Rinaldi, Gato Barbieri, Cesar Isella, Mono Villegas, también elegidos entre tantos más, a los que les debo, sin exagerar, haber podido atravesar esa época con secreta esperanza. Días donde la muerte, algo que nunca volví a sentir ni siquiera después del golpe, cuando nuestro mundo se tiñó sin remedio de un miedo paralizante, impregnaba los espíritus con una euforia triunfalista inexplicable, como si la sociedad entera hubiera decidido aceptar, en un nivel de locura terminal, que la sangre que se derramaba en las calles cada vez con más saña, garantizaría, un día no muy lejano, la obtención de la añorada justicia social, redentora y luminosa, por la que los grupos en pugna decían bregar desde los extremos, justificando venganzas y traiciones sin piedad. Párrafo aparte fueron las tardes junto a la radio escuchando El show del Minuto del Negro Guerrero Marthineitz gracias a quien supe desde muy temprano lo que significaba opinar con valentía, solo frente a un micrófono. Secretamente y no tanto, seguía escribiendo letras como lo venía haciendo desde los doce años, que Carlos Tártara musicalizaba y luego con Efigie presentábamos en recitales, en realidad esas presentaciones desaparecieron cuando nos llegó el tiempo de la universidad, que nos marcaron para toda la vida, aunque ahora nos parezca tan breve el lapso en que desarrollamos con semejante intensidad esa experiencia creativa. Faltaba un trecho todavía para comenzar a escribir prosa, filmar en Super 8, lanzarme a hacer radio con la intrepidez de los años jóvenes, conducir programas de TV casi de prepo.
Por aquellos días de marzo del 76
Leía el diario La Opinión con la minuciosidad que únicamente brinda la admiración deslumbrada y creo que desde entonces me dediqué a imitar el estilo de alguno sus columnistas hasta la forma de escupir, como escribió Borges. Devoraba la revista Cuestionario, la elegancia estilística de las contratapas de Rodolfo Terragno radiografiando la brumosa realidad política, que llegaba a Zárate a los quioscos más impensados, inesperadamente. Aguardaba con ansiedad el resuello de los sábados a la noche, única salida nocturna de la semana, para ir al cine con Ana María a ver los estrenos de Torre Nilsson, Fellini, Antonioni y Bergman, Woody Allen, en el cine América o El Círculo. A la salida era obligatorio ir a comer los patys completos de Salaza, todavía hipnotizados de diálogos y primeros planos que discerníamos hasta muy tarde como si de esas interpretaciones hubiera dependido el futuro inmediato de nuestras vidas. Sentados en el patio de casa, las charlas con mi padre no parecían la de dos personas con una diferencia de edad de cuarenta años, resultábamos en realidad dos amigos fanáticos de Homero Manzi disfrutando del mate que él cebaba más bien tibio y los Particulares 30 con los que a mí me gustaba convidarlo para mirar el cielo estrellado echando humo y en silencio.
Aquel 24 de marzo del 76
Escuché por radio, serían las 3 de la mañana, creo que todos dormimos con un ojo abierto esa noche, el primer comunicado donde la voz estricta del locutor oficial dijo aquello de que desde ese momento nos hallábamos bajo el control operacional de las FFAA. Desperté a mi madre para contarle en voz baja lo que no era sorpresa para nadie, pero ella lanzó un largo suspiro de asombro cansado y siguió durmiendo. Tomé el café con leche como era habitual, sin sentarme y sin comer nada, acomodé en el bolso la vianda que ella siempre dejaba sobre la mesa de la cocina la noche anterior, saqué la bicicleta haciendo el menor ruido posible por el garaje, cerré la puerta cuidadosamente y me largué desde Rómulo Noya hasta 25 de mayo y desde ahí por Independencia hasta la avenida Anta, sin tener que frenar en una sola esquina, tal era la quietud lúgubre pasadas las 5:30 am de ese 24 de marzo de 1976 en todos lados. Una calma incertidumbre, como imagino debe ocurrir después de un terremoto largamente esperado, empezó a ganar mi ánimo entristecido de resignación pero también ansioso por saber lo que ocurriría desde ese momento en el país, al fin se trataba del primer golpe de estado que me tocaba vivir como adulto trabajador y estudiante, en nuestras frágiles vidas. Al llegar a las vías del Mitre, un grupo de colimbas que habían colocado una mesita al lado de la barrera en la que apoyaban un termo de café del que tomaban sorbos humeantes, me detuvieron más confundidos que seguros de lo que debían hacer con un chico que venía hacia ellos en bicicleta, con un bolso apretado en el portaequipajes y que encima les respondió educadamente que iba a trabajar a la fábrica como todas las mañanas. Sin hablar me permitieron seguir, me parece recordar que antes buscaron sin mucha convicción mi nombre en unas planillas arrugadas, aunque no estoy muy seguro si eso ocurrió alguno de los días subsiguientes, donde el grupo de soldados era mayor y mejor organizado. Continué pedaleando lo más rápido que pude hasta el portón corredizo que me esperaba al fondo de la calle cortada por donde se ingresaba a la planta, iluminada esa madrugada como siempre, y adonde empezaban a llegar cada vez más ciclistas como yo.
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